Sana envidia y vergüenza ajena
El fin de semana pasado se produjeron dos acontecimientos que nos provocaron, respectivamente, ambas sensaciones. El sábado, Francia festejaba su fecha patria, un nuevo aniversario de la Toma de la Bastilla, y el domingo la selección argentina de fútbol jugaba en Venezuela frente a Brasil por la final de la Copa América.
El sábado 14 de julio sentimos la sana envidia, al ver encabezar los festejos franceses a Nicolás Sarkozy, el presidente recientemente elegido. El acto fue una fiesta cívico-militar, sin bandería política alguna. Sólo la tricolor bandera francesa estaba multiplicada fenomenalmente. No se escuchó ni una palabra que pudiera denotar ideología o partidismo. El imponente desfile militar a lo largo de la avenida de los Campos Elíseos, la más importante de París, que se extiende desde el Arco de Triunfo hasta la Plaza de la Concordia, fue una muestra del legítimo orgullo de los franceses por sus armas y por los hombres que las representan. Sarkosy dio su toque personal al invitar a dicho desfile a fuerzas de todos los países de la Unión Europea. Una prueba de su voluntad integradora. También innovó en su manera de presidir el acto, recorriendo la avenida en un vehículo militar descubierto, del que se bajó finalmente para acercarse a su pueblo y saludar efusivamente tanto a militares como a civiles, entre ellos muchos escolares con sus uniformes.
La ciudadanía se había reunido allí por puro fervor patriótico y no movida por alguna dádiva, ni llevada al acto en colectivos contratados por el gobierno. Esta genuina fiesta ciudadana continuó en la concentración multitudinaria que se reunió para escuchar un concierto de música popular al pie de la torre Eiffel, cerrando lo que había comenzado con un desayuno en el que el presidente departió con propios y ajenos, incluida la oposición.
Eso es gobernar para todos. La actitud a imitar. Y la sana envidia por un pueblo que ha aprendido de su pasado y que se proyecta, sin odios ni rencores, hacia un promisorio porvenir.
Como contraste, la selección nacional de fútbol tuvo un comportamiento vergonzoso en la final de la Copa América, demostrando -como muchos compatriotas, especialmente en el ámbito político-, estar predispuesta favorablemente para cualquier triunfo pero incapaz de concebir la derrota, que, cuando es limpia, debe ser aceptada con dignidad, sobre todo en el deporte. Desde nuestro lego punto de vista, pensamos que la selección nacional jugó muy mal ante un Brasil que, si bien no mostró el brillo de otras oportunidades, fue netamente superior. El resultado final fue la contundente y lógica consecuencia. No se le puede echar la culpa al árbitro, ni al viento, ni a los días previos con exceso de pileta de natación de nuestros representantes. Y es que en materia de excusas uno se sorprende por la “creatividad” de nuestra gente.
De cualquier manera, el seleccionado nacional resultó subcampeón. No quedó relegado al último lugar del campeonato, sino posicionado en segundo lugar, algo que parece que los argentinos no tenemos capacidad para digerir.
Es por eso que sentimos vergüenza ajena en la actitud de nuestra selección, comenzando por el técnico, que eligió irse al vestuario y no recibir la medalla correspondiente. Luego, la pésima disposición de los jugadores, que subieron al palco de mala gana, recibiendo sus medallas de plata casi sin saludar y con cara de haber perdido una guerra. A medida que bajaban del palco, todos se fueron sacando la presea de su cuello, mientras que al capitán del equipo, que recibió la copa por el subcampeonato -un trofeo muy importante- sólo le faltó meterla en el bolsillo. Probablemente el significativo tamaño del premio no se lo permitió.
La vergüenza ajena por el desplante inmerecido a los anfitriones venezolanos organizadores del torneo. La actitud a reprochar.
Lo que nos pinta como un pueblo resentido, proclive a caer e insistir en los errores del pasado, y con un futuro amargo e incierto.