8 dic 2007

Cuando el destino (de)pende de un dedo

Si bien es cierto que el nepotismo no es patrimonio de la gestión K, ya que ha sido moneda corriente en todas las administraciones de gobierno argentinas, es cada vez más marcada la tendencia a incluir entre los funcionarios a parientes y amigos, en especial aquellos que poca o ninguna idoneidad tienen para ejercer un cargo.

El artículo 16 de nuestra olvidada Constitución Nacional dice textualmente: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimientos: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”.

A pesar de su innegable importancia para la vida política y social de la comunidad, este artículo es olímpicamente pasado por alto por jueces (igualdad ante la ley), legisladores (impuestos y cargas públicas) y por el poder ejecutivo, que designa funcionarios a quienes lo único que no se les exige es, precisamente, la idoneidad.

En el caso de los embajadores –a eso se refiere el título de esta nota–, la cuestión de la falta de idoneidad es notoria, lo que se suma a la situación poco favorable en la que resulta posicionado nuestro servicio exterior si lo comparamos con el de otros países, en particular algunos de nuestros vecinos, por ejemplo Chile o Brasil.

La ley del Servicio Exterior de la Nación prevé el llamado “artículo 5” que autoriza el nombramiento de embajadores no integrantes de dicho servicio, pero sólo en casos excepcionales. En nuestro país se ha hecho de la excepción la regla. Fue durante el gobierno de Onganía –que tuvo embajadores “artículo 5”, pero contados con los dedos de una mano– que se organizó definitivamente la preparación de nuestros diplomáticos con la creación de la Instituto del Servicio Exterior. Es así que desde entonces todo aspirante a integrarlo debe pasar por un curso de dos años de duración antes de acceder a lo más bajo del escalafón. Y para acceder a dicho instituto debe tener título universitario y manejar dos idiomas extranjeros.

Además, teniendo en cuenta que es el Estado el que forma con sus recursos a los futuros embajadores, es deseable que éstos, que en definitiva son los representantes de la ciudadanía –no de los gobiernos de turno– ante los países extranjeros, sean dignos emisarios que cuenten con un bagaje de formación académica y personal que jerarquice su gestión y refleje cabalmente la imagen del Estado que representan.

En los últimos meses hemos asistido, con gran impotencia, a ciertas designaciones ante importantes organismos internacionales como la de la actual ministra de Medio Ambiente, Romina Picolotti, que formó parte de la delegación argentina ante la Corte Internacional de La Haya por el conflicto de la pastera Botnia en Uruguay.

Semanas atrás, Felipe Solá, diputado electo, al ofrecérsele la embajada en París, contestó que inmediatamente se pondría a estudiar francés. Según un matutino de tirada nacional, “Solá recibiría el destino como un premio a su colaboración con el oficialismo en la campaña electoral de 2005 y en la reciente también”. Es decir, para los destinos estratégicos para la política nacional no hay que pensar en embajadores de carrera, preparados por el propio Estado para desempeñarse en el mundo diplomático, sino en el amigo o colaborador que haya hecho más “méritos” a los ojos del gobernante que habrá de tenerlos por lacayos. Tampoco hay que soslayar el hecho de que a nuestra presidenta electa le fascina ir de paseo y salir de compras en ciertas capitales del mundo, para lo cual es muy conveniente contar con un embajador que sepa halagar a la dama.

En la misma fuente citada más arriba se lee también que “la ventaja de designar a Timerman en Washington en reemplazo de José Octavio Bordón radica en el hecho de que el actual cónsul en Nueva York ya conoce al dedillo a todo el espectro político, económico y diplomático
estadounidense y allí también lo conocen a él. Así lo explicaban ayer en ámbitos diplomáticos locales. El caso de Bettini es similar. El embajador en España (…) bregó personalmente ante los Kirchner en los últimos días por quedarse en su sitio”. El artículo termina con una aclaración. “En los próximos días podrían conocerse varias nuevas designaciones en la veintena de representaciones extranjeras que tienen embajadores políticos. De acuerdo con la ley del servicio exterior, los mandatos de aquellos embajadores que no son de carrera cesan al terminar la presidencia de quien los nombró”.

Es decir, que debemos distinguir entre los embajadores “políticos” y los “otros”, dando por sentado que estos últimos son los “de carrera” y que éstos, por más años y méritos acumulados, nunca accederán a ciertos destinos, que están reservados de antemano para los “amigos” del poder. A lo sumo podrán aspirar, o competir, por la capital de algún país asiático o africano.

Aquí podríamos preguntarnos en qué categoría revista el actual embajador en Colombia, y algunos otros inclasificables. Tal vez, como reza un viejo dicho, los embajadores son como las bicicletas: los hay de carrera, de media carrera y de paseo.