El guardarropa presidencial
Todos los viernes, Bárbara Mihura, columnista de un matutino porteño, pasa revista a los modelitos usados por Cristina Fernández durante la semana, incluyendo maquillaje, peinado y calzado, mientras destaca aciertos y desaciertos para disfrute del público femenino. “Se nota que se preocupa mucho por su apariencia, es detallista”, afirma el diseñador Benito Fernández (¿otro pariente?), quien fue el último consultado por Mihura para dar su opinión después de una semana de desfile permanente en la pasarela de la Rosada, donde muchas veces son dos y algunas veces hasta tres arreglos diferentes por día. “No está mal repetir looks, porque hacerlo le otorga impronta y personalidad a la apariencia, como en el caso de Jackie Kennedy. (…) Si tuviera que definir su look, más allá de que guste o no, diría que es contundente”, remata el modisto.
La cuestión no pasaría de ser banal, sino fuera que la “analizada” es nada menos que la presidente de la Nación. La señora del atril, al revés que el “descuidado adrede” de su marido, pone excesivo celo y grandes dosis de frivolidad en su vestimenta, tanto que uno se pregunta cuánto tiempo le llevará diariamente vestirse, peinarse y enjoyarse y cuántas personas tendrá en su entorno para ocuparse de las nimiedades de su atuendo. Desde que tuvo la certeza de que ganaría las elecciones (garantizada por una “pequeña” ayuda financiera de algún presidente sudamericano amigo) la reina Cristina se dedicó a “instalarse” internacionalmente, para lo cual movilizó no solamente el avión presidencial y una comitiva de técnicos en comunicación, sino también y muy especialmente al séquito que se ocupaba de su aspecto personal.
Es obvio que la señora de Kichner quiere dejar para la posteridad, como los antiguos faraones egipcios, un legado que la recuerde: su “estilo” personal de vestir. Para ello, se ha preocupado con especial esmero en resaltar todo lo que tenga que ver con su “género”: autodenominarse “presidenta”, elegir edecanas, y dar un giro copernicano desde su anterior look de senadora combativa, “feminizando” su aspecto con el uso de faldas y zapatos de taco alto, entre otras cosas.
Querer compararse con otras figuras históricas de la política, que sí dejaron su impronta personal en el vestir por sus dones innatos, parece un poco arriesgado. Jacqueline Kennedy nunca fue presidente de su país, como tampoco lo fue la princesa de Mónaco, Grace Kelly. Ambas mujeres, sin embargo, tenían en común una belleza natural y un estilo propios asentados en una distinción que provenía de largos años de educación y “roce” con los círculos de la alta sociedad cosmopolita, tanto americana como europea. Su enorme exposición pública, a lo que se añade el protocolo que debían seguir para acompañar a sus respectivos maridos, explicaba sus desvelos en el tema guardarropa, que en ellas sí tenía sentido, como lo tiene en los consortes de reyes y reinas en diversas partes del mundo, en empresarias de alto vuelo y en algunas figuras del espectáculo.
Por el contrario, las mujeres que han ocupado, y ocupan, posiciones de liderazgo político -presidentes, primeras ministros, secretarias de estado, etc.- en los gobiernos de sus países, han optado por privilegiar otros aspectos de su personalidad que no restaran horas ni las distrajeran de su ocupación de tiempo completo: las necesidades de sus respectivos pueblos o la política interna y externa, asuntos a los que deben abocarse cotidianamente aunque no luzcan como las estrellas de Hollywood. En este grupo de mujeres sensatas, que no pierden la mitad del día frente al espejo, se puede citar en este momento a la secretaria de estado norteamericano Condoleeza Rice, a las presidentes de Chile y Alemania, Michelle Bachelet y Angela Merkel, a la ex candidata a la presidencia de Francia, Segolene Royal, y a la actual candidata a la presidencia de los Estados Unidos, Hillary Clinton. Atractivas y elegantes, pero sobrias y ubicadas respecto de su rol en la sociedad.
Tal vez la clave radique en que estas mujeres, como ya lo hemos comentado en otro artículo, tienen como preocupación fundamental el bienestar de otros, sus gobernados, y su capacitación en diversos campos de la ciencia y la técnica, como así también el tiempo insumido en la práctica de sus respectivas profesiones antes de acceder al poder, han dejado en ellas la huella de la “ubicación”. La segunda característica que comparten estas brillantes mujeres políticas es que ninguna de ellas se asume como poseedora de sangre azul ni admitiría por un segundo que la llamaran con algún título nobiliario, sino que tienen plena conciencia de que “el hábito no hace al monje” (es posible gobernar aunque no se tenga “glamour”) y que cuando un político dedica demasiado tiempo a su cuidado personal y a su guardarropa, pone en duda su capacidad de liderazgo y sus reales preocupaciones por el bienestar de sus gobernados. Sobre todo si un porcentaje de esos gobernados son compatriotas que padecen denutrición, o que observan el cambio de tres pares de zapatos en un mismo día de su presidente, mientras ellos no tienen un mísero par de alpargatas con el cual calzarse.
En resumen, consideramos que es preferible un político honesto, un gobernante preocupado y capaz, una persona sensible y comprometida con el bienestar de su pueblo, a uno cuyo único logro visible es el “glamour” debido al botox y la acertada combinación de maquillaje, vestido y calzado, y que, según denuncia un semanario de tirada nacional, no llega nunca a la Casa Rosada antes de las 16 horas.