Si quisiéramos hacer una radiografía del político universal –y por ende también del argentino–, podríamos describirlo a través de cuatro rasgos dominantes.
En primer lugar, cuando un ciudadano decidido a consagrar su vida a la política llega a la función pública, ya no la dejará jamás. Es decir, que lo importante es conseguir el primer puestito y aferrarse a él con uñas y dientes, tejiendo todas las alianzas y “lealtades” posibles para ascender al próximo escalón en la pirámide, que seguirá sin dudarlo en premio a los “méritos” obtenidos y acumulados.
La segunda característica distintiva es que el político en prospectiva arriba a la función pública con un capital modesto, que irá incrementando paulatinamente –o no– hasta que no pueda explicar cómo logró esa cifra sideral que constituye su patrimonio presente, pero que será un signo indiscutible de poder, que es lo que distingue a los “políticos de raza” de los que no lo son.
En tercer término, cuando un ciudadano deviene en político que se precie, tiene que dedicar un porcentaje sustancial de sus parlamentos a criticar a sus adversarios. Éste es un paso esencial si se pretende aumentar la propia credibilidad, ya que la descalificación de los opositores por lo menos siembra la duda sobre sus reputaciones.
Sin embargo, lo que más distingue a los políticos modernos es la fórmula que cada uno de ellos considera la más apropiada para que se le tome juramento al asumir su cargo. En este caso, cualquier mezcla de frases es válida, ya que ni Dios, ni la Patria, ni los Santos Evangelios y mucho menos “el honor” se lo reclamarán algún día.
Es así que el abanico de fórmulas cambia y se incrementa con el paso del tiempo, hasta adquirir rasgos desopilantes, como los agregados que los legisladores argentinos utilizan para sus respectivos juramentos en el Congreso de la Nación: por los desaparecidos, por los marginales, por ciertas comunidades indígenas y un largo etcétera. Falta que incluyan un club de fútbol o el sándwich de milanesa. A esto debemos añadir la evidente falta de decoro en el vestir de algunos de ellos y la carencia del mínimo pudor por la investidura y el lugar en que se encuentran, que contrasta con la visión que tenían de estos “detalles” las generaciones de patriotas que hicieron grande a nuestro país. Esto sucede hoy obviamente por cuestiones de obsecuencia, pero sobre todo por ignorancia supina.
El 10 de diciembre de 2011, día de la reasunción de la presidente Cristina Férnández, quedará en el recuerdo de muchos compatriotas por la cantidad de transgresiones que se permitieron la primera mandataria y algunos de los miembros de su flamante gabinete, lo que deslució la ceremonia, como quedó demostrado también por la magra representación extranjera que se dio cita en el recinto.
Enlutada y puchereando, Cristina Fernández eludió las normas constitucionales con el evidente objetivo de humillar a su vice (con quien estaba enfrentada por su “voto no positivo” del 2008), ya que hasta el fin de su juramento el ingeniero Julio Cobos seguía siendo el presidente nato del Senado nacional. La Constitución establece que él le debía tomar el juramento de rigor, y ella debía responder solamente “sí, juro”. Pero no. Dejando a Cobos a sus espaldas, leyó ella su curioso juramento que inició con “Yo, …” y que concluyó con "Él", subrayando con prepotencia quién manda en el país y cómo será el carácter de su gestión por los próximos 4 años, aunque le pese al federalismo.
Su hija Florencia, que no tenía nada que hacer allí ya que no cumple ninguna función pública, le colocó la banda presidencial y le pasó el bastón de mando, en medio de una escena circense de gritos, cantitos, aplausos, papelitos y expresiones populistas a favor y en contra de ciertos personajes, cuyo ámbito natural es la calle, no el Congreso.
Como toda regla tiene su excepción y sin tener filiaciones políticas ni simpatizar con las “extremas”, los “ismos”, las marchitas anacrónicas y degradantes y los borregos pagados para aplaudir (lo que se conoce como “claque”), queremos destacar la figura de Julio César Cleto Cobos, uno de los pocos vicepresidentes que ha cumplido su mandato y lo ha hecho con una honorabilidad digna de destacar hasta el último momento, lo cual merecerá un próximo artículo de nuestra parte.
El “traidor” Cobos ha sido en el período 2007-2010 el único político que se trasladaba entre Buenos Aires y Mendoza, su ciudad natal, en su propio automóvil, cuyo patrimonio no parece haberse incrementado en la función pública, y que ha declarado que ahora vuelve a su actividad privada. Para el libro Guinness de los récords.
Otros rasgos para destacar en este segundo “juramento” son el color del vestuario de la presidente (negro) contrastando con el blanco de su primera vez, y la marca de automóvil en el que se movilizó: Volkswagen, tal vez fabricados en la hermana república de Brasil. Hasta hace poco Cristina Fernández sólo utilizaba coches Audi.
Para terminar, queremos recordar la sana envidia que nos produjo la asunción de Sebastián Piñera en Santiago, el 11 de marzo de 2010, después de un terremoto y en medio de temblores subsecuentes y de la devastación, mientras la saliente Michelle Bachelet se retiraba con todos los honores y era ovacionada por el pueblo chileno.
Esa ceremonia de transmisión del mando y de juramento de un presidente latinoamericano, en especial por tratarse de un país hermano, será para nosotros por siempre un ejemplo y una lección de solemnidad, dignidad y honorabilidad, que los argentinos deberíamos aprender, entendiendo que las leyes se hacen para ser respetadas y que aunque parezcan “acartonadas”, “almidonadas” y/o “anacrónicas”, las fórmulas de los juramentos deben ser observadas, ya que ellas simbolizan el respeto que los mandantes tienen por sus gobernados.
© Raquel E. Consigli y Horacio Martínez Paz